viernes, 4 de abril de 2008

Cuento

EL CONTRATO

Miguel Kertesz

Salí del trabajo y fui hasta la parada del ómnibus. La tarde estaba soleada y ese día llegaron los primeros calorcitos. Decidí cruzar el Parque de los Aliados. Al pasar frente al monumento a la Carreta, encontré una billetera que rebosaba de documentos, dinero, fotos.

Tenía tiempo, así que fui hasta el Parador a tomar un refresco y a buscar algún teléfono para avisarle a la dueña sin tardanza. Entré y tomé asiento junto a una ventana. Casi enseguida, llegó una mujer joven, flaca, vestida en forma discreta, cabello negro descuidado... Caminando nerviosa hacia una mesa alejada, recorrió con su mirada el local, y me clavó sus ojos, como pidiendo ayuda.

Pronto llegó un hombre bajo, gordo, cincuenta años, traje arrugado y corbata finita. Parte de su camisa colgaba por fuera del pantalón. Me pregunté cuántos días habrían pasado desde su último baño. La conversación en la mesa próxima era firme pero en voz baja. De pronto, el hombre extrajo un revólver y apuntó a mi cabeza. Vino hacia mi mesa y me gritó en esa lengua misturada de la frontera entre Uruguay y Brasil:

-¿Qué mira? Métase en sus asuntos.

Bajé la cabeza y me dediqué a revisar la billetera. Con el rabillo del ojo veía lo que pasaba en la otra próxima, donde otra mujer se había reunido con la pareja.

El brasileño, enojado, mandaba la situación. La mano en el bolsillo donde guardaba el arma, el gesto duro. La mujer del trajecito le hablaba bajo, pero cortante.

-Usted no vio nada. –estaba frente a mí, con la mano siempre en el revólver dentro de su bolsillo. –Usted no vio nada, porque es hombre muerto.

Volví a mis asuntos: la dueña de la billetera, seguramente estaría preocupada. Allí estaban todos sus documentos y mucho dinero: doce mil dólares; identificación y dos pasajes a Buenos Aires para esa misma tarde. Seguí buscando, para ver si podía encontrar un número de teléfono de la propietaria cuando me detuve en la foto de su documento de identidad: era la misma mujer flaca que estaba siendo obligada a firmar papeles en la mesa próxima. No me pareció un buen momento para avisarle.

Al cabo de un minuto, el gordo salió del Parador y subió a un auto negro, que arrancó chirriando sus ruedas.

La mujer bajó la cabeza, ahogó un sollozo y escondió la cara entre sus manos. Entonces, me acerqué. Al depositar el valioso paquete, la sobresalté. Abrió la cartera, contó el dinero y se desparramó en el asiento. Me quiso hablar y no pudo. No le salían las palabras.